La levedad del instante
Homenic Fuentes
Desde el primer acercamiento se percibe en el universo poético de Hugo Garduño un movimiento constante, cierta turbiedad que, en cierto sentido, sugiere una relación con el tiempo. Sabiendo que la poesía está cimentada por la conciencia de la muerte, Reloj de arena* tiende a explicar la angustia existencial: el tiempo y su relación con la vida; la mirada puesta en el otro, con ese otro que es él mismo.
Con el mareo impúdico de los tragos diarios
y la nerviosa abstracción de la hierba.
Con la mirada en blanco nos mirábamos
sin saber hacia dónde nuestro camino iba.
Ahora por ahí ninguno anda.
Cada cual en su sitio ocupó su presente inevitable.
La lástima surge por saber que de ninguno
su destino dio una mínima sorpresa.
No hubo quien se atreviera a dibujarlo
Ya lo que sucedió con cada cual no es relevante:
Ya ni siquiera importa.
Adentrándonos en tal propuesta, podemos entender ese abundar en el trazo ajeno para ahondar en el propio. El poeta parece inclinado a la destrucción: lo íntimamente bello se aproxima al desbarrancadero de los instantes idos, donde el presente se convierte en despojo. Ahora sabe que es un extraño en el mundo. Ni su destino ni su deber están escritos en ninguna parte. Todo lo que existe es obra del tiempo y el azar y de su propia necesidad de trascender. Al final, hay también solamente un cuadro desesperanzado dentro del cual el poeta se percibe enfrascado en sus limitaciones. A él le toca escoger entre lanzar los dados o desoír el paradigma de un juego perdido.
¿Qué podrían haberme dicho?
todos esos ojos con los que mi mirada
se cruzaba a diario, porque compartíamos
avatares semejantes
en una extensión corta de terreno
donde nuestras risas provenían
de una libertad que llevábamos a tumbos.
La versión de algo que nunca estuvo bosquejado.
Dentro del reducto donde estuvimos juntos
donde en medio de tan todo poco
buscábamos una extravagancia.
Que era el desoír al paradigma de los blandos.
Apenas arrancarle al margen una precaria rebeldía;
aunque no sólo la marginación es destino:
la vista miope también arrincona.
Nadie adivina
ni ve más allá de lo que no puede.
En un juego de cartas, en un azar
el resultado no es exacto pero sí previsible
porque con poca apuesta nada cambia mucho.
Y nada se puede reclamar
a esos que nunca saben a qué juegan.
En la poética de este autor podemos encontrar a un explorador de la vida íntima. La expresión de la condición humana es una forma de desnudez en que se manifiesta la palabra. Su integración en ese fondo solitario nos lleva a tener un enlace reflexivo entre autor y lector. Saberse estéril es lo que lleva al poeta a crear, esa es su condena y su galardón. No encaja en el engranaje del absolutismo, se niega cualquier aspiración a la perfección y la eternidad; esa es la respuesta al enigma de su soledad. Lo realmente bello no se encuentra en las manecillas del reloj, pues el tiempo mismo es un artefacto inútil que siempre nos aplasta cuando más creemos poseerlo.
Con una cuerda corta atada al cuello.
Amarre a lo simple y cotidiano de un encierro.
Con mil puertas ocultas, para ninguna hallarse;
no encontrar una sola, en un dudoso Eureka.
Con la imposibilidad de hacer algún recuento
hasta tener
los miembros dormidos ante esa parálisis.
Hasta ver en otro, la soterrada mutación;
emboscada del tiempo.
Parecía que el tiempo estaba estacionado.
Porque así lo parece cuando éste es inútil.
Sólo dentro de placer y dicha, sí se nota
y duele que el tiempo pronto muera.
La uniformidad y lo estéril
son losas que casi sin sentir se cargan.
Y nada más se haya plena conciencia de ellas
cuando bajo ese peso uno termina aplastado.
La palabra del poeta es la propensión al origen que hiere y desgarra la conciencia. Su palabra es el eco que resuena entre poesía y filosofía. Frente a esta unión la poesía (se) revela (con) su sinrazón; no ofrece consuelo sino incalculables abismos; esto porque la palabra se lanza al vacío para sacar de la nada a la misma nada, para dar rostro y nombrar a lo innombrable. La senda del filósofo queda marcada por la persistente interrogación; el poeta, en cambio, es prisionero del delirio, el asombro, la realidad.
No se traiciona a aquello, en lo que no se sueña.
Sin embargo queda como sutil sustancia
que siempre flota en el aire con una pregunta
misma que sombrea el perfil de nuestra vida:
¿Qué hicimos?
Es nada, es la inconciencia de ni siquiera entender
que algo pudo haber existido.
Para descastarse y con justificación
hacer de cada uno un motín contra las sentencias
de lo inamovible, y no querer vivir donde nada pasa.
Generación de apresurados viejos.
Eternos imberbes de orgullo.
Su semblante muy fácil lo mimetizaron con la jungla
ésa, que sin que lo notaran, les engulló la médula;
fue muy fácil someterlos, aún sin látigo.
Ilusos, se encaminaron a un embustero guiño
de eso desechable, que como zanahoria
siempre ha hecho correr a los crédulos.
Hoy igual que antes, ven con mirada mansa
como precoces viejos.
Con el extraño candor del que nada sabe
y nunca ha sabido. Animal costumbre que sólo en la infancia
es lo natural, siendo después inaceptable.
Generación sombreada por la mansedumbre.
Sombreada por una inutilidad conveniente para otros.
Sus espaldas se yerguen sin saber qué cargan.
Sus pasos andan sin saber para qué sirve esa marcha.
Y se refugian sin preguntar, en el cuadro que les fue asignado.
Como débiles a los que los años les agotaron la mente.
Lo que son y fueron desde siempre les fue ignoto.
Jamás atinaron a reclamarlo todo
pobres.
Ni siquiera un poco.
Lo extraordinario de la poesía consiste en buscar en las dimensiones comunes, donde los demás solo ven la piel, la cáscara; sin reparar en lo que hay detrás de las paredes del ser. Es decir, que lo extraordinario muchas veces yace en lo ordinario.
Las calles se callaban la ruina.
Detrás de sus muros, puertas y ventanas
sólo se advertía lo desconocido, neutro.
Aún los cielos negros en las noches apresuradas
nada más dejaban ver el revés de su manto
para nunca algo adivinarles.
Se confundían los ojos con la luz impasible de las lámparas.
Con los neones coloridos de oculta decadencia.
En un tiempo inútil, sucediéndose en esos rostros.
Así los sonidos servían para que nada se pudiera advertir.
Fueron casi todos, soez parte del tránsito en los días.
Casi imperceptible, engañoso paso.
Todo terminó quedando en un testimonio simple.
Irrelevante tiempo de consistencia laxa, hueca.
Esa que no se veía, y nunca quiso su piel cambiar.
Quizá no se le quería ver su talante y tacto:
intrascendente, artificial y pegajoso
aunque en su superficie burda podía adivinarse.
Aunque nunca asomó completamente su cara de farsa
para que quizá termináramos muriendo de nada enterados.
Sin adivinar nuestra condición de extras en una puesta mediocre.
Como otras que se sucedían sin verse, una tras otra;
con casi ninguna alteración en esos remedos de libreto.
Para en esa anchurosa y seca carcajada, ser comparsas de la misma.
Y ese cielo cotidiano siempre parecía joven
con sus noches tibias y mudas al destino.
Y aún ahí puestas, no parecían anunciarse ni caer las señales.
Parecía que el tiempo estaba detenido, en una laxitud sin prisa
que poco a poco sin nunca advertirse
habría de ir cobrando todo sin tregua.
Calló sus labios la época en que caminamos.
Lo habitual sin sorpresa y sin premura es arena movediza.
Quizá así es, para bajar los ojos y esperar donde nada llega.
Parecía una trampa puesta como veneno lento.
O quizá, de tan ordinario que fue su rostro, en él nada pudo descubrirse.
Estamos sometidos al poder del tiempo que nos instala en el mundo y, a la vez, nos arranca del mismo, pues estamos determinados tanto a nacer, crecer o envejecer, como también a desaparecer. Pero la pregunta del poeta ¿a dónde ir? no es la pregunta filosófica de quienes buscan respuesta, ni la sumisión a su propio reloj de arena. No hay contemplación hacia el infinito, sino la mera afirmación de que no hay futuro alcanzable. Sólo el peso del sedimento que deja el tiempo en su caminar.
¿A dónde ir?
Herrumbre inacabable de sensaciones idas.
Escenario reseco de tardes de luz y polvo
acumuladas en un desierto solo que se lleva
en la sombra, en la espalda; en ese lejano brillo
que salta a los ojos cuando éstos parecen ya agotados.
Espesura de aguas estancadas
de las que nadie bebe por ser ya demasiado espesas.
Porque tienen el sabor acre de la vida usada.
Las mil sustancias de todo lo que tocaron.
Y juntas, en su lecho aguardan: son todos los caminos apilados
hechos uno solo, un escombro enorme.
Contiene la infinitud de gestos que ha expresado el rostro.
¿A dónde ir ahora?
En esta estadía que se detiene con el mundo afuera.
Donde las vidas ajenas son de extraños inabordables
que despiden resplandores tenues pero con filo.
Reflejo de nuestras lejanas épocas que hieren
igual a espejos subterráneos
que en el sol inclemente se desentierran en trozos pequeños que cortan
con sus destellos intermitentes, para mirar lo que ya no somos.
Todo ello surge para inmovilizarnos las rodillas
por la sospecha de caminar otra vez hacia otro fiasco.
¿A dónde ir?
Si todo lo que se deseó quedara en el olvido, vuelve punzando
sin detalle específico, sólo como losa que congela al aire.
Se desea nuevamente la renuncia a todo saber.
Pero las piernas se mantienen incapaces
convertidas en el ancla a un cementerio en desorden
que nunca ha podido irse, engendrando siempre el pánico.
Ese que permanece oculto tras una pared de trampa
para estrellarnos otra vez, y ahí escribir otro epitafio de otra época salobre.
¿A dónde ir?
Un martes u otro día de diferente nombre
cuando no se es libre, sí se está atado lo mismo entre dos días
una semana y en cada rincón del calendario.
Donde el prodigio no es más que inaudito
y la crispación, es la misma que sombrea a los miles de cadáveres
del tiempo que dejamos.
Algo de muy elocuente hay en este poemario donde el tiempo es un espejo de doble cara, imagen que me remite a Oscar Wilde y su Retrato de Dorian Gray. Un espejo donde el personaje ve retratado el envejecimiento de su propia alma corruptible en tanto su aspecto físico queda intacto. Lo externo y lo interno de la voz poética se manifiestan en la melancolía asociada con el paso del tiempo. Pero, claro, el autor también nos presta su realidad para que intentemos ver nuestro reflejo, inclinarnos al poema como quien se asoma a ver al fin su retrato.
Las actas
Ahora: ¿qué podrían haberme dicho?
Quizá que mi navegar fue de dislates.
Tumbos contra muros, piedras, cercas
y todo lo necio, invencible de construcción que estorba.
Nunca hubo algo que pudiera
merecerme un respeto.
Quizás sólo lo fue el estandarte convulso
donde me reafirmé mil veces descontento.
Sabemos bien yo ahora, y la vieja imagen que me mira
que la culpa se reparte, entre mi caos sin rumbo
y ese encadenamiento a una suerte entre lo enano.
Son de un particular contenido las actas que le muestro.
Es la verdad en legajo tras legajo, sin ninguna gloria
lo es también ya sin ningún remordimiento, lo inútil.
Todo es sin rencor auto infligido, porque no hay vergüenza.
Lo adverso, lo sucedido en la vulgar materia
de circunstancias pobres entre deslucidos seres
contaminaron como nata gris cada tiempo, y a mí que coopere con todo ello.
Quizá no había otra, y es ya necio encontrar respuesta.
Porque cuando el pasado se lleva por delante
es una madeja de jirones que se enredan en los pasos.
Y tras cualquier acontecido, no hay pena que lo cambie.
No hay vergüenza y sí entender, pero no todo.
Porque el explicar preciso del fracaso
es tarea inacabable que sólo sirve para continuar ahí dentro.
Y hay que saber, que con dulce, sedas y ventura sólo los tontos se alimentan.
Hoy no me vive pena alguna al mostrar mi cara.
Quizá nada tengo pero soy lo que deseaba
Y ese costal que podría yo odiar de todo lo abortado
es sin pena lo que soy
el mismo, que por nadie cambio.
El reloj de arena que confiere título a este poemario da cuenta de la catástrofe del hombre durante el peregrinar de la existencia: simples granos de polvo que se desvanecen o caen sin motivo alguno, que regresan a ser lo que nunca fueron. No hay destino que persiga al poeta. Si acaso lo persigue su propia sombra en la angostura de su muy personal crisis. El poeta no mira hacia a la muerte sino hacia lo estéril del nacimiento; lo trágico no se instala al final sino más bien en la repugnancia del principio. Es así, querido lector, que no te encontrarás ante una lectura fácil de la que puedas salir ileso. Por lo contrario, es este un canto brutal hacia los laberintos de la conciencia, cargado de un veneno mortífero que te llevará quizá al fondo de tu estéril vida.
Reloj de arena
Desde hace un tiempo todo permanece callado.
No existe un mullido sillón para esperar.
Una certeza de agua y oxígeno nuevo.
Ya no está aquí la dilatada y sofocante premura
por la desesperación, pues se encuentra adormecida.
Y aunque no haya muerto, está en una laxitud ambigua.
Parece neutra y sin embargo su hervor subyace
como un plazo inacabado que después de erigirse escapa
para no ser controlado, ni acabar como borroneada hoja.
Pendiente lóbrego en un día soleado. Duro despertar
pues ahí están las esperanzas y esfuerzos muertos
de un tiempo en que nos existieron las certezas.
Esas que se volvieron el fiasco que siempre nos arrinconó
con los miembros pegados a una silla.
Con las copas erguidas de la desmemoria, en el solaz del fracaso.
Ese que en abstracto anduvo todo el tiempo agazapado
con su remolino inerte, su sombra en el tiempo estéril.
Con cada vez más secos reinicios
en amaneceres que iban naciendo menguantes.
Ahora similares todos
quizá su signo estuvo presente desde el inicio.
Con sombra, las mañanas parecían ser tardes.
Como esas, que después de exhaustas caminatas siguen venciendo.
Fueron taimadas en su victoria para recogerse silenciosas.
Como el frío y la humedad de lo no evidente
que hace escondida mella, y se descubre hasta que hiere.
Ya con el daño de haber enmohecido las paredes.
Debilitando en ese tiempo los ladrillos de la casa.
Esa en la que desde la puerta, contemplamos el panorama.
A veces sin mirar, a veces sin saber siquiera
que esa vista es la misma al igual que nuestros ojos.
Ahora ya más arrugados y cada vez menos expectantes.
Hasta llegar a la debilidad extrema y conforme
que se llena de ese neutro opaco que todo acalla.
Como callan las aprehensiones, los reclamos y el tiempo.
Cuando todo lapso es semejante al que sigue
y sin ninguna extrañeza se acaba caminando lento.
Caminando, no a la consumación del destino
sino sólo
al fondo de ese reloj de arena.
* Hugo Garduño, Reloj de arena, México, Camelot América, 2018.