XOCHIPILLI
A Ramón Oviero
¡Que viva el canto! ¡Que cante la vida! Todo lo que se mueve, ahora, es un ardiente manto de colores que torna a nuestro aliento con el aroma de la danza; las piedras de un río manso vuelven a tomar arquitectura en el fresco a la mano fondo claro, minuto movedizo; el agua como el canto se desliza y la vida se viste de pies líquidos. Todo rompe, la semilla el latido, la sangre el tiempo, la corriente la distancia que concluye en las orillas de la noche. Todo rompe Xochipilli, tú, aquí otra vez, abriéndote desde las tinieblas para tocar con tu dedo las auroras desde el ayer otra y mil veces entre nosotros, siempre, en el estallido de las sorpresas. Te sabemos por las mañanas, fogonazo de pétalos desde entonces siempre en vida, con el cuerpo tatuado, brazo florecido hasta este tiempo. Te sentimos licor que dibuja tu nombre junto al musgo. Tú en las lunas de la hembra, en el arado de los pájaros; tú en la carne del fruto que viene como tú, quién sabe desde dónde y desde cuándo; invento de los sentidos, incendios de la vista, tú, nudo de buganvilias. “Joven abuelo”, ahuehuete, abuela verde, nos has creado en tu fe aún sin saberlo; signo en el que los dioses disponen la alegría desde allá, desde el misterio, energía que danza hacia nosotros, edad de lo que bulle arriba y debajo de la tierra. A ti, Xochipilli, eternidad orlada, nosotros los culpables de la risa, los que vamos a morir, te saludamos, los que estaremos en ti, junto a tu solio, cada vez que florezcas.
COATLICUE
Dios te salve Coatlicue, llena eres de gracia y de desgracia, parida de la sombra. Luz tremenda, devoradora que repartes las mazorcas de tus manos, de tu collar de corazones, del cráneo con que ciñes tu cintura. Madre tierra de donde parte y a donde llega todo, amargo y dulce nuestro, terriblemente tierna, tiernamente terrible, míranos crecer, multiplicarnos, pegados a tu difícil carne litográfica, en tu tatuaje de estrellas en donde hace sus cónclaves el cosmos. Tú, la sabia, la que elevas las serpientes de la tierra hasta las sienes, hasta la altura de los pensamientos; tú, la docta, eje de roca, binomio que fusiona tierra y cielo; tú, la culta, eleva nuestro barro hasta tu altura, enciéndenos, con esa incandescencia de la entraña de la que proceden tu belleza de espanto, tu ríspida ternura, los dos ofidios en los que se besan, arriba, las sangres de la vida y de la muerte. Madre: cuando juntaste el cielo con la tierra para crear la chispa del milagro, una palabra, un acto, un testamento, se hicieron a sentar su sitio en el espacio. Así naciste el tiempo, en el interior de esta la nuestra casa, un manojo de células apenas para medir el río de la sangre, para medir el miedo y la alegría, el dolor, los dolores: el del hueso y el del pensamiento; para medir la dicha y el placer, el odio y el terror, y las canciones. Total, todo entraba dentro del ámbito de aquel milagro. Y hubo más: la arteria plural creció sus redes en la penumbra del rectángulo, se amplió hacia los destinos de la carne; hubo un vientre que se vistió con el dolor de las prisiones, que se nutrió con el alcohol homicida de la mitad de la calle, con el ansia del mercader, con el desencanto del baldado; hubo un vientre que mordió el amargo por los desheredados, por los desposeídos, por los que llevan la vida como un puñal clavado entre los días, por el cuchillo que empuñó el suicida. Pero también tocó la luz, la hizo, y ahí; en el centro de la luz y de la sombra, creció la eternidad del sumo verbo. Madre: cuando juntaste el cielo con la tierra estallaste la chispa del milagro. Diosa te salve, Coatlicue, padre nuestro que estás en el universo, zumo de tu principio dual. La enorme culebra de tu centro aparece debajo de tu falda para lancear las humedades de la primavera, para hacer girar los astros sobre el brioso eje de tu punzada exacta. Diosa te salve, Coatlicue, padre nuestro, trinitaria estructura en ascenso de sus trece cielos, garras de águila. Madre nuestra: levántanos, agítanos; míranos ciegos, postrados, inmóviles, con el aliento vencido ante el pavor por la misteriosa simetría. Hijos de tu vientre telúrico, frutos de tu útero de lava, niños somos del terror con el que la tierra alcanza su alegría. Míranos, madre, míranos ciegos. Indefensos ante el terremoto, entre los dientes bestiales de la tormenta, reos del miedo, y del valor del necio, bajo el fogonazo del relámpago. Cúbrenos, madre, bajo tu falda de serpientes, en medio de tu sínodo de estrellas, en la adolorida cruz de tu cuerpo de piedra. Nosotros, los planetas de tu entraña te ofrendamos la evanescente algarabía de los cascabeles con los que nos dotaste para el canto.
KUKULKÁN
A Lourdes y Enrique
Los corazones son un estallido de atabal en cada peho; el viento, extendido dócilmente, es piel recorrida por la electricidad de los asombros. Estamos en la hora en la que el sol bajará por la pirámide a hacer inspección sobre la tierra. Nosotros, sus hijos, la minúscula partícula que somos su cuerpo, aguardamos silenciosos el descenso. Sabemos que el Dios-Sol ha escogido la pirámide para bajar por ella hacia nosotros. Sabemos que la antigua fuerza, el misterio de la sabiduría, le dio ese punto de contacto con la tierra. Lo sabemos, y estamos reunidos en este sitio en espera de que una vez más se establezca el milagro. De pronto, ¡el milagro!, ahí, sobre los peldaños; lentamente se empieza a dibujar —otra vez puntuales las entrañas del tiempo— un enorme reptil fucilante que baja por los escalones del equinoccio a decirnos que es el momento del equilibrio perfecto entre el día y la noche, que es el punto en el que la vida y la muerte son del mismo tamaño, y la luz y la sombra, y el canto y el silencio se corresponden en idénticas dimensiones. La pupila mira como cada uno de nosotros, convertido en serpiente de luz, desciende a la tierra.
CHIAPAS
Sol verde que en el ceño de la sangre repta lento hasta el albor del ala. Cataclismos de luz enfurecida que está pintando el día con filo de sur en movimiento. Hay un torrente que nació en el pecho y que rueda hasta la flor beligerante. La corola es el fondo; en su centro crecerá la escritura de esta pólvora que la lágrima ha armado en el monte frutal, pacientemente. Que el hermano se encuentre con su hermano, que el primo pez asuma la ley de la montaña y sea concierto al puño de la flora, y la fauna reconozca los caminos confiscados por la muerte, en donde la piedra sigue hablando oculta en la hojarasca. Hay una voz que crece en las entrañas, que revienta en un tiempo hacia delante. La antigua sangre es siempre nueva.
Del libro: La Construcción de la Rosa. El libro VI
Libro 1
El libro del agua es un diluvio. Crece la masa líquida hasta alcanzar los verbos de la catástrofe. Este es el primer orden naufragando entre las ondas. En el jubileo de la dama de las enaguas azules; su agua bendita arrasa. Hasta alcanzar, casi, la destrucción humana. Los Dioses señalan con el índice y la criatura asustada toca siempre, por primera vez, el rostro de su enorme soledad, plantado ahí, por los siglos de los siglos, como compañía amorosa e indestructible. Se expande el desatado manto y solo los peces respiran en las articulaciones del agua. Las almas que habitaban la corteza, las que habían ingeniado la sabiduría del metro y con ella el cerebro de la simetría, ahora defienden la vida en la humedecida excitación de sus neumas, con ellas almas, por ellas, de ellas, nacen los mil géneros de los seres del agua. Todo lo inundan las ondas menos el halo que envuelve a un hombre y una mujer de quienes nacerá nuevamente la lágrima, la risa, el nuevo discurrir del tiempo; están desnudos, se están hablando, protegidos en el hueco de un árbol, con sus manos tocándose están preservando el concierto de las convergencias. Serán de nuevo, multiplicados, al fin que el odio de los dioses así lo tiene también establecido. Esto sucede en la era de la cabeza blanca. El hombre y la mujer se hablan, se tocan sobre el gigante horizontal que yace como cimiento. Somos tan nada cosa frente a los gigantes. El hombre y la mujer se hablan, se tocan en el hueco del árbol. Somos los gigantes que preceden las mitologías.
Cruz de San Andrés
Sol. Inconmensurable rosa de fósforo, horno en donde crece la esencia del suspiro, la lágrima. el anhelo, lo que respira y lo que inerte se deja llevar por el poder del movimiento, inevitable, como la quemadura de la que está formado lo que es sobre la Tierra, lo que integra el recuerdo y el ojo que se clava hacia adelante, siguiendo la ruta de la brasa. Hay una respiración; un modo de latir los días (también dictados por el fuego); una carne apenas célula de la chispa, de la luminosa fugacidad que surge en la colisión de dos mínimos. gigantescos universos: una voluntad que objetiviza con su trazo la aérea cruz en cuyo eje se gestan los pasados y los porvenires.
El odio y el amor, también poderes mueven también el Sol también finito. El odio y el amor. El temor y la audacia. La rabia y la alegría. Cumplirán sus millones de millones de jornadas, como parte de la tenaz mecánica de equinoccios y solsticios. Los guerreros al cielo del sol, y las que murieron en el primer parto. Son los primeros en mover los pistones de la inmensa maquinaria, arte mayor, el sol izando las cuatro formas de su penacho ardiendo.
Poema inédito.
AJUSCO O EFRAÍN HUERTA
(El Xitle)
A Rodrigo Arenas Betancourt
Los días se mezclan, se entrecruzan,
se enredan en su oficio de espiral, en sus telares,
modelan el jornal de la hora en punto
y en el musgo del tiempo –partículas de sal del infinito-,
trabajan ciegamente el movimiento,
lo modelan segur al ras del suelo.
Abajo los días inventan horarios verdipardos,
se encuentran en las calles, acales de humo . Se evitan,
se aniquilan en cruz entre el estruendo.
Las que fueron lagunas, ojos secos adormecen.
De pronto, de los pistilos del ruido
la vista se levanta, dardo a vuelo,
y en lo alto, en la patria del relámpago,
en el prisma ancestral de la sorpresa,
la silueta del Tlatoani,
allá su penacho, su etérea soledad,
ala descomunal, allá, su cresta planetaria.
Silencioso titán, poblado de rumores, mudo y magnífico,
muy sobre las filigranas del tezontle,
sobre el naufragio de solios y canales,
por encima de los nuevos lenguajes, del estrépito,
su carne de piedra acumulada, nos vigila,
piedra de sol, pirámide perpetua
con la piel desollada ante el espacio.
Su cuerpo de lava y de maíz,
prodigador de pedregales en el amanecer,
llueve edades sobre el valle;
ecos de obsidiana
fluyendo en los arroyos
quemaron su epidermis orográfica,
su estar ahí, entre los pájaros
y la gramática enhiesta de los testimonios.
Hay un puño en lo alto, en el valle,
apretando sus venas de tierra enarbolada.
Nos vigila, ternura aérea, ronca, áspera,
sangre alta, negra en su altura,
en donde somos página tan suya, tan del tiempo,
sombra de sus ramas
tejida con flautas y reptiles , con ecos
que nos dan forma y palabra.
Nos vigila, ternura áspera
que cabe en el vientre volcánico de Anáhuac,
en el viento, en el agua,
en el cadáver de algún grillo.
Gigante nuestro, protuberancia nuestra,
carne y sol de nosotros, los de tierra,
nuestro canto, atabal de nuestra arcilla,
nuestro sur, nuestro signo,
obelisco fincado en nuestra savia
alumbrada con lámparas de todos nuestros muertos,
de los que nacerán bajo sus siglos.
Escalamos sobre nosotros mismos sus arterias,
abajo, la sed cuadriculada,
la cerrada geometría del humo,
A nuestros pies se estrellan los oleajes de flor de pedernales,
suman manchas rojas como mapas,
el sol abajo sangra, se precipita por las escalinatas,
el tezontle tlacuila códices a corno oscuro
y hay un temblor perenne sobre cielos y casas.
El volcán precipita la mirada,
todo se observa desde nuestro abismo,
desde este cuerpo de vértigos azules ,
de piedra respirando entre las nubes;
Abajo se estremece el valle.
No somos el volcán,
sólo el invierno que sube por sus miembros,
la primavera ceñida a montañista
hinchándose en las gavias de la tierra.
No somos el volcán, sólo su vuelo,
su arrastrarse de barro;
no lo crecemos, nos crece en el asombro.
Varón del sur, abismo de su peso,
lengua en alto decir de la memoria,
¿vive águila o sol de este minuto?
¿pájaro de lumbre?
¿hoguera que arde alas?
Águila o sol, surco hacia arriba
naciendo en las raíces de lo aéreo.