Escrito por Rocío García Rey

“Cada ciudad, como Laudomia, tiene a su lado otra ciudad

cuyos habitantes llevan los mismos nombres: es la Laudomia de 

los muertos, el cementerio.”

Ítalo Calvino

Las ciudades y los muertos. 5 

El orden de los hechos parte del asombro y de la incredulidad por la muerte de la madre.

Los cuerpos giran alrededor de la fogata de los naufragios de la vida. Nada puede comprenderse cabalmente cuando el cuerpo de la madre se deshoja. Porque ese deshojar contagia a las hijas que, como si hicieran una ronda, se llenan de silencio y sólo con la mirada hacen un ritual de lenta despedida. La voz existe. Lo saben. La voz existe, pero no saben qué decir ante el desvelo de la vida. Ni siquiera se atreven a pronunciar calle Comonfort como ofrenda a la historia de la madre.

II


Los cuerpos cambian de tal manera que a veces son odiados por una misma. El cuerpo es el lugar propicio para que el dolor sin adjetivo se arraigue y deje de moverse. Porque la madre está acostada y la hija mayor la cuida y entonces, tú mecanógrafa de los silencios te llenas de culpabilidad y comes a todas horas. Comes y bebes vino e imaginas que haces el recuento de todos tus lutos acumulados, pero sabes que al final eso será absurdo porque tus muertos han estado siempre contigo, te han coronado en la hora de la desgracia y han hecho de tus ataques de pánico la danza perfecta para que el clonazepam se adhiera meticulosamente a tus papilas.

Tus muertos han estado siempre, desde que murió tu novio niño a causa de una bala perdida. Recuerdas, sí, él estaba de vacaciones en Hidalgo y surgió el juego perfecto entre él y su primo: jugar con un arma, pero esa arma estaba cargada y atravesó los años lirio de Guillermo Montes, tu novio niño. Luego fueron los ritos, los llantos, las cortinas cerradas, los rezos y un gran silencio por parte de los adultos. Tú querías una explicación que nadie estaba dispuesto a dar. Y te tragaste el grito de niña de ocho años y con ese grito tragado ahora pasas el vino que crees hará envolverte en un onírico paisaje de luto por tu madre.

Lentamente la ciudad te ha abrasado sí, como aquellos días de ir y venir al hospital general porque el compañero, la pareja que habías conocido en plena estancia en la zona zapatista, fue acorralado por un gran tumor. Un tumor que te asaltó en forma de incredulidad. Lo recuerdas saber que ese tumor existía en tu compañero te hacía temblar siempre. Siempre temblorosa a tus 29 años. La muerte atraviesa los días, los edificios, las ciudades. Lo sabes, incluso las ciudades de Calvino tienen algo de muerte.

Imaginas que de todos los muertos que te han marcado tienes fotografías y que en un acto demencial podrías colocar cada una y hacer una danza improvisada. A la abuela le dirías que su máquina Singer no se ha perdido en el tiempo y a tu padre obrero le comunicarías con movimientos parsimoniosos que un día te atreverás a sacar la cinta de su entrevista y a transcribirla. 

Quisieras tener a Nelly Sachs en persona, hablar su idioma. No quieres sólo su poemario. ¿Cómo recojo los guijarros de mis muertos? ¿A qué tumba voy primero? ¿Qué deberé preguntarle a la madre que nos ha contado una y otra vez sus pocos días de infancia feliz cuando la abuela Juana sacaba a todos los nietos a pasear a Tlatelolco? 

La ciudad siempre tiene ecos que se transforman en lo que creemos son casualidades, en realidad, es el eco el que nos lleva a rondar y acaso a habitar lugares que ya nuestros ancestros habían pisado. Por eso me causaba tranquilidad que en tu última etapa de enfermedad vivieras en Tlatelolco, con Patricia. Sí, Tlatelolco, ese lugar que elegimos años atrás para que en la Iglesia de Santiago hicieran las misas a mi papá, cuando murió.

  Me quiebro entre las coreografías inventadas y la imagen de mi madre acostada viendo la televisión. Me quiebro y aun cuando sé que corro el peligro de transformar mi cuerpo, después del trabajo como y bebo y aquel primer grito por el novio niño se humedece de merlot envuelto en clonazepam.

Llega un momento en el que el orden de tus muertos no importa y entonces es a la prima Veroniquita a la que quieres contarle un cuento. Dices: “escribiré”, pero hay una quietud en tu cuerpo contra la que no puedes luchar. Cuerpo quieto, ¿te das cuenta? Como el de tu madre. Cuerpo callado hasta que, a otro día, a pesar de querer sentarte a mirar los rostros de los alumnos, tengas que hablar. Hablas desde el estupor, desde la vergüenza de sobrevivir, hablas y escribes, mientras, como Dido, quisieras clavarte la daga punzante del destierro mayor. Pero esta vez no sería por Eneas, sino por el dolor que causa una placenta oscura.

Dicen que sólo te inspiras en los muertos, que has resuelto vislumbrar las flores de las tumbas, en vez de vislumbrar las flores de los vivos. Pero ellos no saben que esas muertes paradójicamente han sembrado vida, y que esa vida son ahora las palabras que laten como corazones redimidos. 

III

El silencio se extiende por el cuerpo, por los libros que, efectivamente tienen palabras, pero que de tanto bailar al fuego de los muertos han enmudecido. Es el silencio acompañado de una palabra que existe en el diccionario, pero que no te convence de significar lo que estás sintiendo esa palabra es dolor, así nada más, dolor. Y lo que tú sientes es la brasa, el frío el desear reptar por los pisos, por eso arañas tu piel hasta que la sangre brota. Ese dolor no sabes si aparece en el diccionario. 

IV

Mamá, fueron cuatro años en que viviste como exiliada de la salud. Un remedio, y la sangre salía, un diagnóstico y la sangre salía, un abrazo y la sangre salía, una sesión de terapia y la sangre salía. Pero fueron a ellas, a mis hermanas a quienes les tocó ver esa rebeldía de tu cuerpo que te condujo por primera vez al hospital. En aquel momento, en mí, sólo apareció el enojo. Tú no podías enfermarte. Tú debías ser fuerte. Pero tu sangre me dijo que mi voz empezaría a menguar durante cuatro años. 

“En el IMSS tardarán en hacerle los estudios”, dijo el internista. Posible enfermedad: mieloma múltiple. Y así fue, caminamos hijas, yernos y nietos con esa palabra persiguiéndonos en el trolebús, en el metro y en los páramos de nuestra tristeza.

Trasládenla a la Raza, ahora que tienen los resultados. Sí, en ese hospital donde nos pariste. Ahora ahí te atenderían. “No para la hemorragia” y te taparon la nariz. Cuando me tocó recibirte para que te trasladaran al piso correspondiente, te sacaron en camilla y no hubo poema, no hubo verso que consolara el despliegue de asombro, mi madre con la nariz llena de gasas. Te dije chiquita. “Vas a estar bien, chiquita”. Y así fue. Tal vez siempre sucedió así. Madre – niña sin que la acunaran a ella. Antes de que supiéramos que el mieloma habitaba tu cuerpo, cuando estabas mal y no teníamos un diagnóstico claro, iba a tu casa y te leía cuentos. Cuentos de la costarricense María Noguera. Yo te leía los títulos y tu escogías que cuento te leería. Pero un día, me quedé sin voz para leerte. Entiende, podía emitir palabras, eran audibles, pero la fuerza, la energía se transformaban en mirada de asombro, en inmovilidad. Fui la sombra, aunque no fuera de noche. Fui la sombra que se dejó atrapar por la desazón que se adhirió a la suela de mis zapatos; aun así, pude terminar mi Doctorado en Letras y ganar una mención honorífica.

V

Porque no puedo disponer aún de mi nombre, porque no puedo disponer aún de mi cuerpo que se abrazó a tu última noche, claudiqué ante otras creencias, creencias diferentes a las mías. Buscaba afanosamente que tu nombre volviera a latir. Tal vez porque aquella noche, la última, te digo, fuiste reposando ante Tánatos poco a poco hasta que a las 4 de la mañana me desperté y adiviné que habías migrado a la ciudad estrella. 

Porque aun cuando te abracé la última noche y dormí contigo no puedo hallar la brújula de las palabras y mi cuerpo sigue pidiendo lo imposible: volver a la placenta. Mudé a otras creencias, te digo. Acaso realmente lo sabes. Alejandra, una de mis alumnas anunció que había aprendido una terapia de péndulo y que ponía su nuevo aprendizaje al servicio de quien deseara. Yo buscadora de explicaciones ante lo que se llama muerte, alcé la mano. Como científica retornando a la magia, contacté con Ale. 

Una veladora pequeña encendida y un cuerpo que en silencio pedía ser consolado. En el cuarto propio, aprendí que no sólo se escribe, también se buscan, a veces, ocultamente rutas para viajar al entendimiento de los significados. 

Sentí la energía en el lado izquierdo de mi cabeza y en mi vientre. Tenía la seguridad de que Ale me tocaba. Pero no fue así. Después de la terapia me dijo que eras tú, que era la energía, que estuviste presente. Ese día, mamá me corté el cabello, desde aquel día no he vuelto a hacerlo.

“En el vientre está la energía de nuestras ancestras”, me dijo Ale. Y fue así que dentro del cuarto propio ese día tomé la carretera de una creencia que hizo que apareciera mi sorpresa. La vela se derritió y supe que estaba preparada para pasar por la calle Comonfort y gritar tu nombre.

VI

No recuerdas si fue en el segundo año de la enfermedad de la madre, que te atreviste a viajar a Perú. Darías una conferencia. Días anteriores tu computadora se había descompuesto y necesitabas urgentemente que alguien la arreglara. Fue precisamente, Ale quien te recomendó a aquel técnico tímido que llegó un miércoles en la mañana. No hacía frío, pero él traía puesta una gorra. Amable y pausadamente, hablaba. Le ofreciste café recién hecho y sólo dijo quedamente: “no, gracias”. 

Era el tiempo en que el dolor aún no rondaba las paredes de tu casa. Era el tiempo en que el miedo aún no carcomía tu piel ni tus palabras. Por eso tenías energía para conversar. En la distancia se comunicaban. La noche antes de partir a Perú, tu habías aprendido que el hombre con quien creías compartir un poco de vida, no se asumiría jamás como tu pareja, tal vez un amigo distante con cambios de humor que te mantenían al acecho. Lo supiste porque la despedida que tenían planeada se canceló. Habías comprado un vino y querías celebrar con alguien aquello que tu veías como triunfo: ir a dar un curso y una conferencia a la universidad de Perú. 

Llamaste al tímido técnico con quien también, sin saber por qué, le compartías canciones. No podía ir a tu casa, pero acordaron reunirse una vez que estuvieras de vuelta. 

Te despediste de la madre y de las hermanas y partiste con la ferviente creencia de que aquel hombre exiliado con el que habías compartido algo de vida, ya no estaría más. Algo se había roto, al cancelar la despedida.

Porque el cuerpo aún no te dolía e incluso tenías tu propia voz, te atreviste, sin culpa a ir a Machu Pichu, a leer tus poemas en la universidad, a ser viajera, a tomar videos de las marchas. Ahora lo sabes: fue el tiempo en que todavía sabías pronunciarla vida y sabías cómo entornar la mano para cargar tu equipaje que te llevara a las zonas de la alegría que después se tornó isla remota. Era el tiempo en que aún no le inventabas cementerios a los cuentos que leías.

VII

En el cementerio mis hermanas lloran, yo no. Los desgarramientos de la propia piel quedan cubiertos con la ropa. Por ello puedo, casi con la exactitud de un reloj, jugar el papel de mujer ecuánime, como aquella que he imaginado fue Simone de Beauvoir, en Une mort trés douce. Tus hermanos también te dan el último adiós. Y yo con un saco negro me quedo atónita ante el rito, que como ex empleada del panteón he visto tantas veces. 

Las flores son acomodas en tu nuevo invierno. Mis hermanas, sus hijos, Eleazar tu yerno a quien quisiste como hijo y el otrora tímido técnico en computación acomodaron las flores.

 Así fue, esa presencia del tímido técnico desde que volví de Perú empezó a moldearse como compañero. Cuando él me acompañaba a verte, me gustaba verlos platicar y saber que le tenías confianza. Él ayudó las veces que te quedaste en mi casa y cuando una vez te llevamos al hospital. Fue con él con quien empecé a nacer como parte de una pareja. Poco a poco fui atreviéndome a develar enunciados de solidaridad y amor que yo no conocía, pero él, en un lenguaje ajeno al mío, dejaba como impronta en las rutas de mi cuerpo. 

Aquel día en que llegaste a la morada del invierno, él desplegó abrazos para mí y en silencio permaneció a mi lado. Sólo él sabía de aquellos arañazos en la piel que yo misma me producía hasta ver brotar sangre. Sólo él sabía de esas marcas que eran la extensión de un dolor que no podía sacar con ningún rezo. Acaso algunos se postren ante Dios e incluso recen, cuando hay alguien al que se ama y de quien se presiente su perenne silencio. Pero, tú, mamá sabes que ese ritual no se adecuaba a mi danza en la vida, en aquel momento, por cierto, danza detenida.

Fue Coco, la madre abuela de José a quien elegí como emisaria de las plegarias para ti, ante el Dios en el cual tú también creíste. Coco prendía veladoras y rezaba repitiendo tu nombre. El lenguaje es el desdoblamiento de nuestras creencias. Por ello hay diferentes pronunciaciones para pedir que sea atenuado el significado de esas palabras que, he dicho, aún ronda en mi vida: dolor y sempiterna maravilla. Porque en mi representación del mundo todavía creo que todos pueden estar muertos, menos tú. La incredulidad la sigo tragando cuando tomo vino y con la memoria hago una maqueta donde pongo simplemente árboles y en medio alguna foto tuya.

Ahora mis hermanas y yo tenemos que asumir las miles de representaciones de esta orfandad que ahora es nuestra túnica de adultas.

¿Qué inhumé, me pregunto? Y entonces en mis noches vuelves para que la nitidez de tu rostro sea también para mí, mi segunda vida.

VIII

Antes de tu enfermedad, sabías que mi gran tarea era contar tu historia, porque, en efecto, tus relatos desfilaron ante mí y me hablaron de una ciudad que no conocí, pero que imaginaba cuando contaste, por ejemplo, que cuando eras niña, el gobierno repartió estufas de gas para evitar que siguieran usando estufas de carbón. 

Por ti conocí la violencia que el abuelo Emeterio, tu padre, desplegaba constantemente en la familia compuesta por diez hijos. Y de esos diez hijos tu eres la segunda que has partido. La primera fue la tía Juanis, como le llamaban. Tenía 19 años y murió a causa de una falla en el corazón. Entonces contaste que la tía Lucha que era muy apegada a Juana, por eso dejó de hablar y de comer. Lucha, entonces era una niña.

No pocas veces desplegaste historias que fui anotando porque deseaba reconstruir tu pasado. La historia de las calles de Martín Carrera y la Villa. Muchas veces he imaginado aquella primera colonia: Carrera Lardizabal, donde después de la separación de la tía Antonia, tía de mi papá, tú y él se mudaron.

 Yo misma guardo en la memoria las caminatas que tú, Patricia y yo hacíamos de la clínica 23 a la colonia Martín Carrera para visitar a la abuela, que nunca fue llamada así por nosotras, sino mamá Lucha. Entonces yo era niña y sabía que llegaría al lugar de la calma, de las palabras dulces y de las gelatinas hechas por mamá Lucha.

Sé que con este acto estoy esculpiendo la memoria, sé que a mi manera hago mi ejercicio de historización. Tal vez por eso en los sueños aparecen constantemente tú y mi padre junto con tus hermanos.

Tengo una fotografía en mi escritorio. La veo cada día y me lacera, pero no importa. Fue una de las últimas fotografías que nos tomó José un día que fuimos a una cafetería. No puedo traducir los gestos o quizá no me atrevo ante este interminable camino por entender con el cuerpo que ya no estás, que sólo tu historia me protege en las noches en que necesito asirme a la creencia de que es mentira, de que de una u otra manera puedo seguir hallándote.

Los quiebres ante los epitafios se vuelven volcanes que queman mi cuerpo y lo deja, como te he dicho, inmóvil y un poco aterido. 

En diciembre, José y yo les llevamos noche buenas a ti y a papá. Fotografíe la tumba como consuelo para dejarme claro que aún me importan sus nombres: Manuel y Aurora, nombres indelebles en mi escritura y en ese dolor que se transmuta en buscar remedios mágicos para que regreses.

IX

Otras oscuridades más tenebrosas serían abrazadas por ti, mecanógrafa de los recuerdos, y te llevarían a calles en las que ni siquiera sabías por qué habías llegado ahí. Hasta que un día la anagnórisis apareció después del reclamo de José. No sabes si puedas escribir que pueden resultar increíbles todos los actos que has podido llevar a cabo para aferrarte a la madre, al sitio primigenio, al cuerpo que según tu neurosis no debía partir. ¿Por qué ha sido diferente con tus demás muertos?

X

Se deshacen las ganas de acariciar la primavera porque ésta simplemente desaparece de los paisajes cotidianos. ¿De qué se hacen los paisajes cotidianos, mamá? Se hacen de media luz y programas de televisión a todo volumen, a veces se compone de esa hemorragia nasal que te acompañó siempre. ¿De qué se hace el paisaje cotidiano, mama? De cansancio perenne, pasos cansinos y ganas de dormir aun en la hora de las gerberas. 

Un día ese paisaje ya no fue cotidiano porque aceptamos que tuvieras una sesión de quimioterapia, y entonces, lo sé, el mundo se rompió. Los cristales imaginarios lastimaban tu cabeza y, después dijiste, querías arrancártela. “Si eso voy a sentir después de cada quimioterapia, no la quiero”, dijiste. Porque te digo, todo se rompió, y una mañana Patricia, mi hermana, te encontró, medio inconsciente, tirada en la cocina. Luego vino el hospital y para ti dos noches en una camilla porque no había camas y para Patricia y para mí dos madrugadas a la intemperie afuera del hospital. 

Quimioterapia clausurada y en medio de ella el compromiso para dar una conferencia sobre Dolores Castro.

Se deshacen las ganas de acariciar la primavera, aunque junto a José poco a poco voy recomponiendo los fragmentos de mi cuerpo. Porque debes saber, mamá que mi cuerpo mudó y no me importó subir de peso. Mi salvación para atenuar la falta de sol era comer en la noche y beber mucho vino. No importaba si a otro día debía dar clase. Por eso cuando partiste sentí que había perdido parte de mi identidad: cuerpo autorechazado y oleajes para beber. No tenía fuerza para hacer ejercicio y aun en el consultorio psiquiátrico mi quietud y letargo eran evidentes. Cambios de antidepresivo y la imposibilidad de escribir, aunque sea un remedo de idea. Muda, muda. Contemplando en la distancia lo que en apariencia como mujer adulta comprendía. ¿En qué consiste la comprensión? 

Reconozco que José era mi sostén, pero nunca me atreví, porque no supe cómo hacerlo, a explicarle mi desazón que abarcaba incluso mis pupilas. Tal vez lo intuía. Piel sangrante y a veces ataques de pánico. ¿Quién era yo para involucrar a aquel hombre de esa manera? ¿En nombre de ser una pareja es lícito que el otro te levante, antes de que caigas al precipicio? Mi mirada cambió, mis gestos se tornaron rígidos. Aun en este presente en que hace meses que te fuiste, mi rostro, a veces, es el espejo del espanto, de la solemnidad vuelta asombro.

Loa caminos que recorrí, sé, no son novedoso. Tal vez por ello este escrito sea un lugar común en el vaivén de los incontables duelos.

XI

Los subterfugios pueden tomar diferentes formas. Bajo la enajenación por el dolor quisiste huir. No era falta de amor a José. No era ni siquiera vivir una aventura. Tal vez te ayudó que después del esposo muerto no volviste sino a tener amantes. Cuerpos que tratan, durante unas horas de suavizar la corrosiva soledad humana. Tu vida de pareja seguía siendo un camino de aprendizaje. 

Era semana santa y tenías que presentar un libro. Te acompañó José. Y durante la espera para el inicio del evento apareció él, halagó tu mirada. Pidió mantener el contacto. Era un historiador desempleado. Esos días tú te quedabas con tu madre y quisiste suavizar la epidermis del adiós. Platicaste con el historiador y José se mantuvo alejado. Inconcluso el evento partieron tú y José porque habías dejado sola a tu madre. Silencio de tu pareja. Pero no del historiador que se comunicó contigo cuando estabas en el hospital con tu madre. Se lo dijiste. “mi madre está enferma”. Él respondió rápidamente que sabía lo que eso era, porque hacía unos meses su madre había muerto. Esa fue la clave para anclarte. Tal vez él podía explicarte cómo sortear los lutos, la desesperanza. “Ellas siguen, no se van”, como pócima mágica, como si no fueras una mujer letrada le pediste que te explicara. Como si fuera la primera muerte que enfrentaras querías reunir toda narración de las madres muertas. Como si fuera plena adolescente, aceptaste que te hablara de su duelo. Fue por ello que rondaste aquella calle que recién habías redescubierto cuando fuiste a un Museo: calle Regina y sus miles de bares. En uno de ellos se citaron. Él llegó con su guitarra porque dijo, también quería cantarte una canción. Empezó a hablarte de la energía y de que nos hay casualidades. Repentinamente apareció la digresión en el discurso: “Te ves bien”, aseguró, mientras te sonreía. Para ti no importó eso, sólo querías saber si su relato podría ayudar a sujetarte sola, sin sentir que el caos era tu mismo cuerpo. Porque la desesperación no podías apaciguarla con los medicamentos ni siquiera con los abrazos de José y su brega de amor hacia ti. 

Lo supiste, todo había dado un giro: él quería seducirte, coquetear. Halagaba tus poemas y te dijo que le gustabas. No es que olvidaras a José. No lo olvidaste. Tampoco te atraía seguir el juego del simple coqueteo. Sólo supiste que caías en la en la espesura de la vida. Podías haber discutido. Podías haberte parado de la mesa. Pudiste…Quisiste evadirte. Sentiste como si cayeras en algo espeso, soporífero. Entonces ya no fueron sus palabras a las que les prestaste atención. Los transeúntes y la misma calle hicieron la función de distractor. Su presencia pareció volverse lejana y sus palabras parte de un parlamento de una obra que estabas representando por azar. 

XII

El cuerpo de la madre, parecía, dejaba de tener nombre. Si su cuerpo menguaba y Patricia era la principal cuidadora. Tú merecías el castigo. Se trataba, ahora lo sabes, de un castigo extendido por tu cuerpo. Aunque en un principio te alarmó subir de peso, fue parte de los cambios con los que te hermanabas al ocaso que se mostraba de múltiples maneras. 

Cuando conociste al historiador era abril. Nadie sabía la fecha exacta de la navegación de la madre al territorio de Tánatos. Ahora que armas el relato, afirmas que dos meses después la oscuridad apareció. Es en una mínima distancia de tiempo que logras acomodar las piezas del rompecabezas en forma de autocastigo presentido. 

Tecleas y ves a la distancia cómo los cuerpos callan o gritan o simplemente dejan llevarse por la imperfecta brisa del dolor. Ahora sabes que tu cuerpo sigue sin pertenecerte, aunque puedes visualizar en lontananza las heridas infligidas. Acaso querías solidarizarte con el dolor de un cuerpo abrumado, a punto de claudicar ante tanta fatiga acumulada

Entonces recuerdas, reconstruyes aquel día de suplicio y locura. Aquel historiador te afirmó que las madres no se iban del todo. Fue lo único que grabaste en tu memoria. Después, cuando José te reclamó aquel encuentro, hubieras querido decirle que te sentías deforme y absolutamente vacía. Hubieras querido que él sintiera por un momento la horadada existencia cuando se carga durante cuatro años la muerte. Y fue por eso que te dejaste guiar. José, no había, rutas de amor ni de deseo. La palabra infidelidad rebotó en otros inviernos, en el de aquella mujer que era yo, sólo la nieve y la espesura del silencio la acompañaban. 

Compraste vino y te preguntaste cómo era posible que alguien que había perdido a su madre, hacía apenas tres meses, convocara a otro cuerpo. 

No pedirás un plañidero perdón porque ese encuentro nunca será asimilado por tu epidermis. No pedirás perdón, porque no dejaste de sufrir ni de amar a la madre. Sólo zarpaste a un barco que te distraía con su vaivén y te mostraba la ausencia de los lutos.  

Es verdad, José, ella compartió el derrotado cuerpo con otro cuerpo. Se castigó, pero tú no pudiste entender eso. Ahora, su madre está muerta y ella sigue sin cuerpo. Sigue buscando pócimas mágicas para que alguien le diga que la madre permanece. Los vericuetos del dolor son múltiples y a veces silenciosos. Por ello la mujer a la que dices amar no te narró aquel hecho. Deshecha estaba. Dos meses después, tú lo sabes, murió la madre. Y un mes después de aquella impronta de ausencia, tu reclamaste con una pregunta: ¿Por qué? Pero ella seguía en jirones y contestó sin vomitar el dolor. Lo sabes, no pidió perdón. No pidió clemencia. No podía porque su capacidad para elaborar discursos estaba oscurecida. Lo sabes, José, los dos faltaron a los acuerdos, por ello tú revisaste sus redes sociales. Ella dijo: terminemos y tú te opusiste.

Ella sigue buscando una brújula que no se la del amor romántico. Ella no quiere claudicar. Acaso recomponer su cuerpo. Su historia que ahora se compone de sueños con la madre.

Los lutos pueden llevarnos a realizar proezas aun en contra de la trillada palabra amor. Ella, ahora lo intuye, quiso caminar por la cuerda floja como la evasión mayor a sentir el dolor de someter su cuerpo a un cuerpo anónimo. Acaso quiso por un momento dejar de repetir obsesivamente la palabra: mamá.

Pero en tu cuerpo, José, sólo están tus lágrimas. Lo que crees la absoluta traición. Ella mira tus lágrimas y quisiera que fueran las de ella, porque jamás ha podido llorar por la madre.

XIII

Tú, la mecanógrafa vestida de negro, empiezas a recomponer las piezas, precisamente mediante la escritura. Por ello ahora puedes recordar que fue un mes después, acaso en julio cuando José te dijo que no estaba bien. Era un sábado y habías ido a consulta psiquiátrica. Querías que empezara una etapa de calma, de poder recordar sin la piel rota. De inventar ritos para saber cómo escribir nuevamente tu nombre. Pero no fue así, porque ese día cuando llamaste por teléfono a José y le preguntaste cómo estaba te dijo que mal. Te dijo que había roto una regla y sabía lo que había pasado con aquel hombre. Que deseaba saber por qué lo habías hecho. Y fue en ese momento que tuviste que controlar el estupor, el enojo, la vergüenza.  

Después de vivir siete años con Roberto, lo has dicho, no volviste a tener una pareja. Y José había llegado en un momento en que tu vulnerabilidad ya había aparecido, sólo que aún no gritaba como lo hizo dos años después. José llegó a enseñarte la solidaridad y los oleajes del amor entre un hombre y una mujer. Pero tú nunca supiste explicarle que en los vericuetos de la vida hay momentos en que se pierde la brújula completa, que en los andamios que debemos cruzar para amar al otro encontramos caminos sinuosos que nos hacen romper lo que nos han hecho llamar fidelidad.

Tú aquel día te quedaste muda. Crees haberle dicho que sí lo amabas. Así utilizando el adverbio sí. Quisiste poner de ejemplo parejas abiertas como la de Simone de Beauvoir y Sartre. Pero José no conoce aquellos personajes, sólo se deja guiar por lo que él interpreta como traición. Y tú, muda ves que llora y quisieras salir corriendo de esa escena.

XIV

¿Cómo se conocieron tú y mi papá? Un día te pregunté, mamá. Pero en esta reconstrucción de los hechos no quiero reproducir que mi papá te abordó afuera de tu trabajo. Quiero decir que la impronta con la que voy caminando cada día es ser hija de la obligación. Sí, porque tú un día me dijiste que no sabías que existían otras opciones para las mujeres. Inferí, aquel día que hablaste, que no te casaste por amor. “Quería huir de mi papá. No nos dejaba tener novio. Me veía con tu papá a escondidas”. 

Muchos años después, cuando estabas enferma, me atreví a preguntarte si sentías placer con mi papá. “al principio sí. Después ya no.” No me atreví a preguntar hasta dónde el antes y el después. Te confesé entonces que lo mismo había vivido con Roberto. Me dijiste que yo era joven y que hubiera podido cambiar la situación. Quise, mamá, decirte que eso lo aprendí años después cuando recuperé mi voz. Y mi cuerpo. 

Mamá, vi llorar a José y yo no podía arrodillarme a pedirle perdón, ¿Perdón de qué? Porque los planos del amor que hemos dibujado José y yo parecen ser de diferentes colores y diferentes trazos.

Mamá, vi llorar a José y preguntarme: ¿Qué va a pasar? Yo, aún envuelta en la incredulidad de tu muerte no sabía qué hacer porque sólo había un cuerpo deforme ante mí y un dolor inefable: el mío. Mi pareja lloraba y yo quería renunciar en ese momento a la vida en pareja y quedarme en posición fetal repitiendo una y otra vez tu nombre. 

  También hubiera querido llorar como José, pero mi represión impedía hermanarme con él, quien se marchó con lágrimas en los ojos y yo quedaba azorada ante el trabajo de tener rearmar una representación del amor.

EPÍLOGO

“En Maurilia se invita al viajero a visitar la ciudad

 y al mismo tiempo a observar viejas 

tarjetas postales que la representan como era […]”

Ítalo Calvino, Las ciudades y la memoria 5

Me encuentro en la misma ciudad. No hay energía ni dinero para mudar de sol. Me quedo en la ciudad que te vio nacer, madre y con parsimoniosos pasos voy a tu casa a buscar fotografías que sean los vestigios para reorganizar mi mundo. En esas representaciones observo el pasado como el absoluto eco de la ausencia, también como icono de la nostalgia.

Un hombre llora en esta ciudad porque duda de mi amor y yo sólo tengo fuerza para acomodar mis postales en mi trozo de narración.  Tal vez, no sé pronunciar el amor. No sé, después de ser un cuerpo destrozado, esbozar explicaciones de una conducta que quizá a algunos les parezca inicua.

En mi propio cuarto veo esas fotografías de ciudad. Lo sé, son sólo la representación del recuerdo y aquí también Maurilia se desdobla en el eco de lo que yo me aferro a imaginar, mientras trato de aceptar que los cementerios de la ciudad son verdaderos.

CDMX, mayo, 2020

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