“Los relatos de la cárcel se parecen al relato
de los sueños que la gente suele hacer al despertar.
El relato de los sueños solo le interesa a quien lo cuenta”
Ricardo Piglia.
“Y qué es, pensé, ¡después de todo!
Es solo su exterior, un hombre puede
ser honesto bajo cualquier tipo de piel”
Herman Melville, en Moby Dick.
-Los tatuajes- dice José después de darle un largo trago a la cerveza -adquieren un significado exponencial en las cárceles a medida que el preso ve transcurrir sus años a la sombra. Son como anuncios fluorescentes en una calle solitaria; como quimeras, palabras o caracteres pintados aquí y allá, buscando la luz de una mirada que los encienda. Les contaré: Hubo una vez un hombre. Purgaba una condena de por vida tras ser encontrado culpable de matar a su esposa e hijos. Era, como yo, un hombre rojo de la vieja escuela rusa. Todos sabíamos que era inocente pero el gobierno pintó el cuatro de manera tan hábil y truculenta que no pudo siquiera presumir inocencia. El alcohol y la cocaína lo perdieron. Antes de iniciar la revuelta en la plaza de las tres culturas, un grupo de policías irrumpió en su casa cuando se bañaba a jicarazos en la azotea del edificio. Su esposa dormía junto con su hijo de diecisiete años y la niña de ocho. Fue una confusión. Los esquiroles Iban por él para matarlo y nomás dispararon al bulto, a lo pendejo, en montón y mansalva, con miedo y conocimiento de que el tunante podía ametrallarlos o mínimo, molerlos a canto de garrote, cuchillo y mordida si le daban al menos un segundo de ventaja. Cuando los paramédicos llegaron, Úrsulo lloraba sobre los cadáveres totalmente desnudo, con una botella de mezcal en la diestra y la nariz manchada de un polvo blanco. Gritaba: “Yo, los maté. Yo y mis ideas”. Llegó al Lecumberri descamisado, pelón, con los huesos y el alma rotos. Al principio, se la pasaba cante y cante baladas tristes en voz baja, pero al paso de los meses ese tipo de emociones se le fueron y comenzó a escribir al mundo un testamento sobre el cuero. Comenzó con los nombres de sus hijos y su esposa; luego, fragmentos de panfletos o poemas de Salomón de la Selva, Nico Guillén y García Lorca; después, las notas musicales de la canción All Along The Watchtower de Bob Dylan pintadas en la espalda; siguió con dibujos de extraños demonios sacados de la imaginación, luego ojos, bocas, collares de dientes e hilitos de sangre; luego frases anónimas que pretendían haikus narrando la vicisitud de ver pasar los años sin disfrutar con los abrazos de las estaciones; luego se fue por la cara hasta borrar la imagen con la que se forjó la ferocidad de revolucionario de pacotilla: símbolos, alfabetos de otras lenguas y jeroglíficos babilonianos. Antes de que nada reconocible le quedara en su cuarteado rostro, tres flechas azul cielo saliendo del ojo izquierdo con rumbo al corazón. Por último, una frase que repetía mucho antes de oscurecer: “Un pájaro que nunca alcanzó a ver la luz, solo horizontes cruzados por el nubarrón inevitable del morir sin ser enterrado” Después, nunca más volvió a hablar. En su piel estaba escrito todo lo que pudo decir del mundo. Deambulaba por los patios y callejones, pegado a las paredes, con la vista fija al frente, las manos en los bolsillos y arrastrando los pies como si fueran su cobija. A veces, se le oía nada más silbar como un ave inmigrante cantando por una libertad más allá de las utopías de una revolución mierdosa. Así un año entero, un año entero hasta que, en la víspera de navidad, todos preparábamos el patio para la comilona y la pastorela. Úrsulo se estaba encargando de la tramoya y las piñatas y yo, de armar el templete y escenario con madera. Era casi el final de la función, cuando veíamos humear las cazuelas de la comida, cuando estaba a punto de aparecer el diablo. Era el bordo de la medianoche cuando Jesús Sosa gritó a todo pulmón una voz histérica: “¡Úrsulo! ¡Úrsulo! ¡Camarada! ¡No la chingues!” Y, como parido por la luz blanca de la única y más alta lámpara encendida en el penal, vimos brotar el cuerpo de Úrsulo agarrado de una cuerda por el cuello. Ni siquiera pataleó. La vida se le fue con un tronido macabro, como si la cuerda le hubiera dado una mordida en la cabeza y de esa forma le hiciera sacar los ojos, la lengua y un chorro espeso de sanguaza por la nariz y las orejas. He visto gente que se cuelga y como gimen. Úrsulo ni siquiera suspiró. Lo vimos colgado, balanceándose como marioneta abandonada. Yo, yo lo vi de alguna manera sonreír. Mi pobre camarada. Adiós, le dije, y enseguida me fui por la herramienta al taller de carpintería para hacerle el ataúd. A lo lejos, se veía tan bello, como un alebrije multicolor reflejando la vida fulgurante de nuestros ojos, como un colguije extraño de esos que exhiben los artistas hippies en el tianguis del chopo; colgado y sin quejido lúgubre; con sus poemas, dibujos, jeroglíficos y palabras pretendiendo ser haikus. Lo vi a lo lejos y me recordó los anuncios luminosos del paseo de la reforma. Tan extraordinario, tan irreal, tan fantásticamente muerto. Adiós, Úrsulo. Adiós, le dije, tratando de recordar su talla. La cena la guardamos para el velorio. Lo sacaron del penal en punto de las ocho del día veintiséis de diciembre del año 76, en el cajón de muerto más bello que hube hecho, con rumbo a la sierra de Chihuahua. Cuando lo conocí allá a principios de los sesenta, le gustaba el rock, la revo cubana y odiaba a los tatuados, era grueso como un marrano garañón, moreno como el zopilote, taciturno y voz segura, pausa y estentórea, con una talla en el ánimo que le hacía verse como un Ajax; tras las rejas se fue encogiendo a medida que callaba y el pellejo se le ennegrecía de tanta tinta; llegó a medir algo así como la medida que hay entre la meada, el pito y el suelo. Ese día, no pude dormir con la vuelta en la sesera de si medía uno noventa, como cuando lo admiré, o uno sesenta, como cuando sus pies estaban meciéndose como hojas secas a siete metros de altura, o quizás uno ochenta, como cuando joven y los sueños. Lo que son las cosas. El camarada no alcanzó a ver el inicio de una nueva era. La era de los bultos. Un año después, el gobierno nos dio a todos libertad bajo palabra, bajo palabra de honor, que el color rojo jamás volvería a mencionarse en esta tierra. Aquí estamos ahora. Unos borregos a medio morir asimilados por el Estado. Libres sí, en un lugar en donde nada de lo que sucede dentro de una prisión tiene sentido. Un lugar y una época que ya nos olvidó. Me imagino a Úrsulo aquí, con nosotros, tratando de explicar sin conseguirlo, todo ese rayadero que tuvo en el pellejo. ¿Ustedes, jóvenes, serían capaces de comprenderlo? No lo creo.
José le da el último trago a la cerveza mientras mira fijamente una lámpara japonesa colgada sobre la cabeza del barman. Se despide de nosotros con un adiós de mano, dándonos la cara de su escurrida espalda, y sale rumbo a la forma de llover que hoy tiene el cielo. El eco de sus pasos está siendo devorado por el tronido de la tormenta, se lleva sus palabras, su grave estar de viejo derrotado, con mordidas húmedas, hasta convertirlo en nada.